jueves, 21 de junio de 2007

Fiesta de los Inocente en la Aldea del Castellar (gentileza de Toñi Gutiérrez)

REMEMBRANZA DE UNA FIESTA PERDIDA EN EL TIEMPO

Hace pocos días descubrí, afortunadamente, el blog que coordina nuestro compañero y amigo Rafael Pimentel sobre la Aldea del Castellar, enmarcada en el término municipal de Priego de Córdoba, cuya dirección de búsqueda es http://aldeadelcastellar.blogspot.com.
Los oriundos de nuestra ciudad y comarca conocerán, con toda seguridad, de un modo u otro el lugar. Un pequeño conjunto de casitas rodeadas de olivos que huele a aire límpido de las sierras que lo acogen. Un entorno envidiable para los amantes de la naturaleza en su grado más puro. Incontamidado, exento de ruídos artificiales y cargado de sonidos naturales propios: el trino de los pajarillos, el balanceo de las hojas al ser acariciadas por el viento o bien el silencio apacible de ese tipo de paisajes milagrosos que son un regalo para los sentidos metropolitanos tan saturados de zumbidos innecesarios y como no, para la gente que disfrutamos del contacto directo con las entrañas mismas de la vida.
A consecuencia de mi reciente descubrimiento de la Aldea del Castellar en el mundo intangible de Internet, se me vino a la memoria una de las muchas historias que mi padre, al que adoro sin condición alguna, me contaba cuando yo era pequeña y que atesora en su chistera por si surge el momento de volverlas a relatar. Y así fue. Aproveché uno de sus paseos al lugar donde trabajo (por cuenta y beneficio ajeno), faltándome poco para colgarme de su cuello por la alegría que experimenté al verlo, aunque nos vemos casi a diario y le rogé -no hizo falta que me pusiera de rodillas ni mucho menos- que refrescara mi frágil memoria rescatando del desván de su cerebro, sus correrías juveniles relacionadas con la Fiesta de los Inocentes que se celebraba en El Castellar cada 28 de diciembre y vísperas. Mientras mi padre hablaba, sonreía y gesticulaba recordando su vida cincuenta años atrás, yo iba tomando apuntes (como en la escuela) para poder escribir lo que en estos momentos ando escribiendo y así, hacerles partícipes de un festejo entrañable que, por desgracia, desapareció por algún lugar de la Historia local hace alrededor de cuarenta años, según la versión paterna.
Comenzó diciendo que “aquello era para vivirlo” y un hilo de ilusión se vislumbró en su rostro surcado por el duro trabajo y el paso del tiempo mientras emanaban de sus labios palabras de viejo sabio. Un brillo impropio de sus sesenta y cinco años asomaba a unos ojos que habían visto de todo a lo largo de su vida. Me dijo que aproximadamente con una semana de antelación, los integrantes de una especie de confradía o asociación encargada de organizar el festejo que refiero, iban “recaudando” por los cortijos colindantes los fondos, bien en metálico (los menos), bien en especie (grano u otros alimentos) para sufragar el coste de la celebración del día de los Santos Inocentes. Los que salían a las veredas o recorrían a pie la sierra da cabo a rabo, eran por un lado componentes que organizaban la fiesta y/o por otro, personas (normalmente del género masculino) que habían hecho promesa. Su atavío peculiar, según recuerda mi padre, constaba de traje de pantalón y chaqueta, de un color más bien oscuro (en tonos grises, precisó) que ofrecía un aspecto uniforme al grupo que salía a la calle. Se adornaban con un cinturón de numerosas campanillas para que, conforme iban caminando, llamar la atención de los residentes del cortijo donde “pedían” alguna ofrenda. Por la parte delantera de las piernas, desde las rodillas hasta los tobillos, lucían como unos “leguins” de cuero ceñidos a las extremidades inferiores mediante unas correas del mismo material. A la altura de los hombros prendían un conjunto de lazos de diferentes colores que colgaban por delantes y por detrás, dando un aspecto variopinto a su atuendo. Un sombrero cordobés les adornaba la cabeza.
Cuando se aproximaban a las viviendas, el sonido de sus campanillas y las canciones (cuyas letras se escapan a la memoria de mi padre) que cantaban, avisaban a sus moradores de que los Inocentes ya estaban cerca. Generalmente el grupo se dividía en dúos y cada pareja tomaba diferentes direcciones para abarcar todo el lugar por recorrer. Llegados al cortijo, se detenían en la puerta sin parar de cantar y danzar, hasta que abrían y los obsequiaban con presentes que posteriormente, el día 28 de diciembre, subastaban para cubrir los gastos del festejo. El precio de salida a subasta de todos los productos “recaudados” era siempre asequible para que el que menos tenía pudiera acceder a ellos y divertirse como cualquier otro hijo de vecino de mayores posibilidades, dada la escasez general que sufría España en aquellos años de posguerra. Si la casa donde llamaban vivía alguna “mozuela”, ésta tradicionalmente, le entregaba ganchillos del pelo, pasadores, alfileres, imperdibles o cualquier otro adorno personal, que los Inocentes tomaban alegremente para fijarlos en sus trajes. Por regla general, se los colocaban en sus sombreros, a lo largo de ambas mangas y en las solapas de sus chaquetas, resultando, al finalizar su peregrinaje, un atuendo de lo más original y colorido que llamaba la atención por sí mismo. En las vísperas a la fiesta, las “mozuelas” se proveían de alfileres, ganchillos y de más objetos para atender a los Inocentes que las visitaban. En caso de que éstas se resistieran o no tuvieran a mano algo que entregarles, los hombres comenzaban a saltar o a danzar y a cantar más fuerte delante de ellas, cuyo estrépito era escuchado en los alrededores, hasta que las muchachas se ruborizaban y salían corriendo en busca de otros regalos con los que obsequiar a sus visitadores y de este modo, “despedirlos” hacia otros derroteros.
Concluída la etapa de “recuadación”, llegaban al día principal, el día 28 de diciembre, satisfechos y felices por los resultados obtenidos. Como he indicado con anterioridad, los organizadores subastaban los productos que los Inocentes entregaban a la comisión y todo el mundo que acudía a la ermita del Castellar se divertía como mejor podía o sabía. Primeramente los vecinos de la Aldea en pleno estrenaban el día de esparcimiento y conforme avanzaba la jornada, acudía gente de todos los lugares limítrofes, entre ellos, mi padre, sus amigos y hermanos, que iban andando desde La Poyata a través de la serranía. La capacidad de orientación en campo abierto de las personas naturales del entorno rural, es algo que admiro enormemente.
Una orquesta era la encargada de ameneizar musicalmente, la velada festiva.
Cuenta mi padre que aquellas verbenas y otras similares, rompían la monotonía del duro trabajo de sol a sol de los campesinos y agricultores de estas latitudes. En ellas, se formalizaban o se rompían noviazgos, se sacaba a bailar a la mocita que se pretendía, se cerraban tratos de compra-venta de fincas o de ganado... y sobre todo, suponían una chispa de ilusión en aquellos difíciles años.
Para finalizar, decir que la Fiesta de los Santos Inocentes de la Aldea del Castellar fue decayendo paulatinamente hasta que un día, hace alrededor de cuarenta años, dejó de existir.
Se piensa que una de las causas que influyeron en su desaparición, fue el desinterés de la juventud de entonces por continuar con aquella tradición por una serie de circunstancias que nosotros desconocemos. Sus orígenes se pierden en el tiempo y en la memoria de la persona que me lo ha contado, mi padre, pero recuerda que acudía a dicha fiesta desde que era un niño hasta que dejó de celebrarse. Cuando eso ocurrió, dejó un gran vacío en el ambiente festivo de la época.
Mi única pretensión al relatar estas líneas ha sido homenajear entrañable y cariñosamente la Aldea del Castellar y sus habitantes. Agradezco a mi padre su disposición a la hora de contarme los detalles que recuerda, a todos los lectores que, de alguna forma, hayan estado relacionados con esta fiesta y al resto, por leerme.

Mª Antonia Gutiérrez Huete

No hay comentarios: